Opinión | Editorial

Financiación local: la hora de las diputaciones

Es imprescindible redefinir la función de las instituciones provinciales para garantizar los servicios básicos en todos y cada uno de los municipios

El presidente de la Diputación de Cáceres, Miguel Ángel Morales, en la inauguración del Foro Municipalismo

El presidente de la Diputación de Cáceres, Miguel Ángel Morales, en la inauguración del Foro Municipalismo / Carlos Gil

España sigue sin resolver de una forma eficaz la ordenación del territorio. La supuesta descentralización del Estado derivó en el predominio de las autonomías, mientras se relegaba a las administraciones locales y provinciales. Es una de las conclusiones que pueden sacarse del II Foro Municipalismo organizado este viernes por EL PERIÓDICO EXTREMADURA, esta vez de la mano de la Diputación Provincial de Cáceres.

Lo que las distintas intervenciones dejaron claro es la situación de inferioridad que en la práctica ocupan los municipios en el gran debate nacional. Una posible causa de ello es que, al menos hasta ahora, esa parte de la administración, compuesta por las instituciones más cercanas al ciudadano, resultaba menos abstracta que autonomías o Estado. Y eso tenía su ventaja: el ámbito local se había venido librando de la visión partidista que enturbia, por ejemplo, la sempiterna negociación de la financiación autonómica. El contacto directo con el ciudadano, al que se ven obligados alcaldes y alcaldesas o presidentes y presidentas de diputaciones, ha actuado de vacuna. Existía cierta predisposición al acuerdo porque las necesidades comunes eran más evidentes que las siglas.

Ahora, eso también ha cambiado por contagio de la polarización que todo lo impregna, pero el debate de la financiación local permanece abierto, mientras los ayuntamientos miran hacia las demás administraciones en busca de respuesta. En particular, lo hacen los municipios más pequeños y de provincias como Cáceres o Badajoz, en los que la dispersión geográfica, el envejecimiento o la despoblación encarecen notablemente esos servicios básicos a los que tienen derecho todos los españoles, independientemente de dónde residan. Este criterio debe tenerse en cuenta cuando se reparten los recursos, porque aplicar el de ‘a más población, mayor financiación’ es falso e injusto: beneficia a los municipios más desarrollados y perjudica a los más atrasados, a pesar de los índices correctores con los que se pretende ofrecer cierta proporcionalidad.

También es cierto, como puso sobre la mesa del Foro Municipalismo Javier Suárez Pandiello, uno de los mayores expertos en Hacienda Pública de España, que los munícipes deben ser consecuentes con cómo administran y gestionan sus recursos y, llegado el caso, «aprender a decir no» a ciertos gastos que van contra la cuenta pública. Pero, al mismo tiempo, esa cercanía con el ciudadano (y posible votante) condiciona la actuación de muchos municipios. Los ayuntamientos giran sus ojos hacia las autonomías y el Estado para atender una cartera ingente de necesidades ciudadanas. Cabría la posibilidad, sí, de ponerle precio a coste real a determinados servicios, solo que ello podría llegar a ser una forma más de discriminación para los habitantes de los municipios más pequeños. Primero porque al ser menor la población, la recaudación sería insuficiente, pero, además, porque en términos de renta por habitante existe una clara desventaja frente a las grandes urbes que acaparan el desarrollo y la inversión.

Que la división municipal en España es excesiva resulta obvio. En Extremadura, el poco más de millón de habitantes de la región se reparte en 388 municipios, 223 de ellos en Cáceres, que es la segunda provincia más extensa de toda España. También una de las más acuciadas por la despoblación. Más del 40% de los habitantes de la provincia reside en municipios de entre mil y 10.000 vecinos.

En otros países, la crisis de 2008 tuvo consecuencias territoriales y se redujeron municipios para acotar gastos y rentabilizar la gestión. En España, el único caso que parecía poder salir adelante es el de la unión entre Villanueva y Don Benito, con el resultado, finalmente, del fracaso de una iniciativa que podía haber marcado un antes y un después en la ordenación del territorio en España.

Sin la intervención deliberada de los agentes sociales y políticos, la ordenación territorial acaba por producirse de forma ‘natural’. Es decir, los pueblos adonde no llegan los servicios van quedándose vacíos. Pero existen fórmulas alternativas basadas en el asociacionismo que permiten mantener esa idiosincrasia específica que esgrimen los pueblos cuando se pronuncian contra la fusión. Las mancomunidades son un ejemplo excelente para poder garantizar servicios a los más pequeños; los consorcios también funcionan, siempre y cuando todos acepten su responsabilidad y asuman el reparto de los gastos. En ambas, cabe la colaboración público-privada que asegure procesos como el funcionamiento de depuradoras o el control de los residuos. Pero, además, los municipios requieren un acompañamiento para moverse por todo el entramado burocrático que exigen hoy las normas para acceder a fondos o, simplemente, cobrar tasas e impuestos. Las diputaciones pueden y deben ser la respuesta en el duro quehacer de los regidores de localidades más pequeñas.

Mucho se ha reflexionado durante años acerca de la efectividad de las instituciones provinciales durante los cuales han surgido hasta partidos políticos que defendían la supresión de las diputaciones. El tiempo, también, demuestra que pueden ser prescindibles en territorios de grandes municipios, pero resultan fundamentales en provincias afectadas por la despoblación y la dispersión, como Cáceres o Badajoz. La redefinición del papel de las diputaciones como ‘municipio de municipios’ urge tanto o más que el de la propia financiación local.

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