Opinión | Tribuna

Tendencias postelectorales

No podemos permitir que las dosis de demagogia que algunos partidos extremos llevan en sus programas puedan enrarecer la atmósfera política, ni cargarla de odio o sobreexcitación

Elecciones europeas que se celebraron el 9 de junio.

Elecciones europeas que se celebraron el 9 de junio. / EL PERIÓDICO

Los últimos procesos electorales habidos en nuestro país no han arrojado un resultado claro y definitivo de cara a determinar la hegemonía de un partido en el futuro próximo. Únicamente podemos intuir tendencias. Sin embargo, una lectura detenida de los resultados revela conclusiones parciales que el paso del tiempo va a encargarse de desvelar con mayor nitidez.

Una primera conclusión es que no podemos permitir que las dosis de demagogia que algunos partidos extremos llevan en sus programas puedan enrarecer la atmósfera política, ni cargarla de odio o sobreexcitación. La buena democracia debe servir para todo lo contrario: para purificar la vida pública. Pero también, por otra parte, las normas jurídicas que conforman la estructura política del Estado deben ser el armazón que sostengan el proceso de vida en común de los ciudadanos. Por ello, la promulgación de leyes no puede apoyarse en criterios de mayorías e ignorar la igualdad de todos ante la ley. Es preciso buscar soluciones democráticas. Todo lo demás conduce a la fractura entre política y ética. Por eso es fundamental que la política, además de respetar la ley, se sustente en la ética.

Otra consideración a tener en cuenta es la clara tendencia al bipartidismo que se vislumbra. En tiempos de debilitamiento de la democracia se opta por gobiernos mayoritarios. Se piensa que el fin principal del sistema de partidos es alcanzar la estabilidad, y el orden y la autoridad son elementos esenciales para una buena convivencia social. Sin embargo, muchos analistas contradicen esta opinión y argumentan que vivimos en una sociedad plural y que los parlamentos y, por ende, los gobiernos deben ser plurales.

Sin obviar estas opiniones, hay que concluir que los grandes partidos españoles siguen marcando el latido de la actividad parlamentaria, donde el turnismo pacífico de la alternancia en el Gobierno ha vivido momentos exitosos. La consecuencia es que, si nos viéramos abocados a unas prontas elecciones generales, volverían a emerger resultados todavía más bipartidistas, porque en el electorado sigue arraigada la creencia de que el pluripartidismo genera inestabilidad e incertidumbre. Aunque también es cierto que, si el bipartidismo aporta certidumbre, es conveniente que emerja algún tercer partido -no una fragmentación partidaria- que se erija en árbitro capaz de decidir gobiernos y controlar al partido gobernante.

De todas formas, el problema no reside tanto en el bipartidismo o en el pluripartidismo cuanto en la partitocracia. Los partidos se han convertido en un instrumento de dominio político y poder social, razón por la que la endogamia en la elección de los líderes políticos y la falta de un sistema electoral abierto han conducido al descrédito de las organizaciones políticas. El ciudadano tiene la sensación de que no elige a los cargos públicos; los designan los partidos. Este malestar reinante debería mover a corregir un sistema político pensado para los partidos y no para los ciudadanos. Con ello seguro que ganaríamos en participación y democracia, y el ciudadano ejercería el derecho de voto más esperanzado.

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