Recordando a Horacio Quiroga

Repasando ciertos datos sobre el escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), uno de los pioneros del cuento latinoamericano, he descubierto que su vida fue aún más dramática de lo que yo recordaba. Para no hacer largo el listado, bastará contar que su padre murió al dispararse accidentalmente su escopeta, su padrastro se suicidó, dos de sus hermanos murieron de fiebre tifoidea en el mismo año, mató a un amigo mientras limpiaba su revólver en los prolegómenos de un duelo, su primera esposa y tres hijos se suicidaron, su segunda esposa le abandonó cuando vivían en su cabaña de la selva, y él mismo, enfermo de cáncer de próstata, acabaría suicidándose ingiriendo cianuro...

A todo esto habría que añadir los problemas económicos que nunca le abandonaron y una pulsión enfermiza por enamorarse de jovencitas. Ni siquiera el éxito puntual que consiguió con la publicación de algunos de sus libros de cuentos, en los que exponía a sus personajes a situaciones extremas, influjo de su propia existencia, suavizaron demasiado el drama que cargaba a cuestas.

Me pregunto si, además de leer a Horacio Quiroga como el gran escritor que fue, deberíamos tenerlo presente como modelo inverso cuando las cosas nos van mal, pensar en él como un referente del mal fario que acabe por levantarnos la moral –aunque solo sea por comparación– cuando creemos, con razón o sin ella, que la vida es injusta con nosotros.

Cualquier contratiempo que suframos, por duro que sea, se queda en poca cosa si pensamos en la biografía del autor de Cuentos de amor de locura y de muerte, Los desterrados y Cuentos de la selva, un tipo que, muy a su pesar, tuvo a la muerte trágica como su mejor compañera de viaje, y que solo encontró destellos de felicidad en la soledad de la selva de Misiones, lejos de la civilización humana. Un hombre a la deriva que cargó sobre sus espaldas toda la mala suerte que podamos siquiera imaginar.

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