Opinión | Una casa a las afueras
A mi querida Elizabeth
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Libros
Hay una escritora a la que su familia llamaba Ba por tener de niña una inteligencia fuera de lo común, pero a la vez un carácter dominador y tales accesos de furia que aterrorizaba a las criadas. A los doce años la metafísica era su delicia, decía, «después de leer unas páginas de Locke, mi espíritu se sentía exaltado». En cierto modo Ba, con sus tirabuzones a la inglesa, caía en la pedantería con ese vigor intelectual que tanto asustaba a sus padres y dado que a la vez que montaba ponis sin tacha se permitía el lujo de traducir a Teócrito. Y todo ello sin asistir a la escuela pública como sus hermanos sino viviendo en el campo al estilo salvaje, imbuida en la naturaleza «plantar un árbol, criar un hijo, he aquí la realidad»; perdida en la exultante contemplación de la belleza.
Sus días transcurrían, como los sueños, fuera del tiempo. Ba se debatía entre dejarse morir en su habitación asfixiada por lecturas, libros, bocetos de poemas, cartas y costuras, fatigada siempre, recostada en un diván o dejarse llevar por los acantilados del amor, al fin y al cabo, su época era aquella en la que cuidar flores conmovía más al resto de mujeres que la lectura del más emocionante de los libros. ¡Ay, la desilusión, mis pompas de jabón!
Una escritora descomunal que en lo doméstico pudo tener sus meandros, pequeñeces como por ejemplo llamar a su hijo en la intimidad Penini y llevarlo siempre lleno de cintajos con largos bucles y «educarlo como una niña», según André Maurois, algo que la enemistó con su marido que sin embargo se mantuvo callado y al margen «aun considerando que lo arrastraba por una senda peligrosa». Ella siempre ataba sus cartas con cintas de colores sin llegar a ser un gesto cursi: «No hay en mí nada que ver ni nada que oír».
Ba fue una adelantada a su tiempo incluso en las recurrentes visitas que comenzó a realizar a casa infestadas de espíritus, se sumergió por completo en sesiones de espiritismo por aquellos días muy en boga en Londres y en Roma.
Adentrarse en la vida de escritoras como Ba ayuda a descubrir el privilegio de la fragilidad y a sospechar que su enfermedad tenía una base moral: «si mi poesía, a los ojos de alguien posee cierto valor, ha comprendido que es la flor de mí misma».
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