Contra de sexta

Ladrones

Rosa María Garzón Íñigo

Me pregunto si: quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón es lo que habrán pensado los ladrones que, en la madrugada del pasado domingo de Ramos, robaron la corona de Nuestra Señora la Virgen del Puerto placentina y del Niño, además de otras joyas, para perpetrarlo precisamente esta Semana. Tal vez con la esperanza de que, en el último momento de sus vidas, la fecha fuera un eximente, no una agravante y ser perdonados, como hiciera Jesús crucificado en el Calvario…

Aquí, la primera parte del conocido dicho no se cumple, pues esta joya, cuyo valor económico supera el millón de euros y el sentimental es incalculable, se fabricó con las donaciones de más de ochocientos creyentes devotos de su patrona, quienes aportaron oro y joyas familiares que se fundieron para su creación. Fruto de su fe, gratitud, promesas, penitencias, o por el motivo que fuera, pero a voluntad propia.

Por desgracia, la ausencia de las debidas y correctas medidas de seguridad mínimas que, objetos como estos, se presupone deberían de tener, han facilitado el golpe. Ya lo dice nuestro sabio refranero: cosa mal guardada, de ladrones es bien robada.

Pareciera una condición inscrita en nuestro ADN, ya que todos, en alguna ocasión, hemos o nos han robado, desde una simple mirada, hasta el mismísimo alma. Si incluso el más inocente y tierno bebé es capaz de usurparnos nuestras mejores sonrisas y apropiarse de nuestro corazón, sin ni siquiera proponérselo... La diferencia es la intención del ladrón y el daño de la víctima por la pérdida, que variará en función de lo robado y su capacidad de perdón.

En este caso el daño causado es inestimable. El valor de lo sustraído es tanto material como sentimental y, cuando de sentimientos se trata, es difícil estimar su verdadera valía, más aún, si le añadimos la historia que alberga.

Lo que es un hecho es que, consciente o inconscientemente, patente o velado, detrás de todo robo se halla el egoísmo humano. Ese que algunos confunden con amor propio y tratan de justificar para aliviar el sentimiento de culpa por sus malas decisiones (si lo hubiere), escudándose en que: como me tratan como gato salvaje, me pongo a robar gallinas y así confirmar la profecía autocumplida o Efecto Pigmalión que instauraron en ellos, en algún momento de sus vidas, marcándoles para siempre. Y todo, porque darles la razón es más sencillo que tratar de convencerles de quiénes y cómo son realmente, cuando asumir la responsabilidad y apechugar con sus consecuencias conlleva un enorme trabajo de autoconocimiento, madurez y bondad con nosotros mismos. Elegir ser buena o mala persona, depende de cada uno. Y robar es una elección.

Tal vez, como dijo Khaled Hosseini en Cometas en el cielo: Sólo existe un pecado, sólo uno. Y es el robo. El resto de pecados son variaciones…