Opinión | A la intemperie

Pamplonerías

Cuando vuelvo a la plaza del Castillo, cuando me asaltan su templete y su luz, se me abre el pecho y respiro huracanes

Sanfermines.

Sanfermines. / EL PERIÓDICO

Arbizu descansa entre dos sierras, la de Aralar y la de Andía, a la sombra inmensa de San Donato, un pico que se levanta como la proa de un barco sobre olas de piedra. Arbizu, una calle larga y florida. Las flores en las ventanas, tal y como quedaron en mi memoria hará solo un año. Volver un año después. Volver a sus flores, volver al arrano beltza de su plaza y, ya de camino de Pamplona, al bocata de chistorra del Izar-Ondo. Volver a Iruña por San Fermín. Vengo de Vitoria y parar aquí es ya una costumbre entrañable. Al menos para mí o para lo que de mí va quedando. Hubo años en que dormía en Arbizu; por las mañanas, bocata de chistorra casera y por las noches, chuletón... y, entre medias, atronadora, Pamplona.

Un año sin Pamplona es como un año sin nochebuena, no cuenta, no es fértil. Pamplona, que, como Jano, tiene dos caras; todas las ciudades cambian cuando llegan sus fiestas, pero Pamplona más y a más. Apacible y laboriosa hasta que la jarana se la merienda, algo así como si se la tragara uno de los cabezudos que bailotean por sus calles. Llevo más de cincuenta años yendo a los sanfermines y me siguen calentando el alma. Que sí, que es un carnaval donde todos visten el mismo disfraz, que los hay que solo vienen a beber y a lo otro, que sí, que en cuanto te despistas la tortilla es de sobre, que sí, que ya no ondea en casa de los Baleztena la bandera rojigualda... Y, sin embargo, cuando vuelvo a la plaza del Castillo, cuando me asaltan su templete y su luz, se me abre el pecho y respiro huracanes. Y miro en derredor. Si para Hemingway es la 217 del Hotel La Perla, para Rafael García Serrano, arcángel navarro de las letras, la plaza entera. Pamplona, a medio camino entre Fiesta y Plaza del Castillo, dos novelas de esas que debieran ser de obligada lectura en las escuelas para mejor entender España. Dos novelas fruto, como casi todas las grandes novelas, de un deslumbramiento; deslumbramientos vitales que son como fogonazos que nos obligan a cerrar los ojos y a ver con el corazón.

Dos novelas a pleno pulmón, repletas de mocedad y de canción, dos novelas dos, sanfermineras las dos. Una que cuenta los sanfermines de 1923, los del mexicano Luisito Freg, del malogrado Maera y del bueno de Nicanor Villalta... La otra, los sanfermines de 1936, los de Armillita, de Domingo Ortega y del bravo vizcaíno Jaime Noaín...

Hoy torean dos extremeños. En el sorteo saludo a la gente de Badajoz, entre ellos, el mozo de Ginés y Joaquín, el pintor de abanicos. De allí, en algo más de dos minutos, me hago el encierro, pero en sentido contrario... en realidad en algo más de dos horas. Pamplona, el rito y el júbilo. La Pamplona de las pamplonerías... Las charangas, los bares repletos y ya en Santo Domingo, la vida cuesta abajo hasta los corrales. Me cruzo con los kilikis... En el Casino ya no se juega al dominó y los altavoces zumban enajenados. ¿Qué pensarían Gayarre y Sarasate de tanto ruido? La tómbola de Cáritas, una horchata al pie del monumento a los Fueros y, un poco más allá, el lugar donde cayó herido Loyola. Otra vez la plaza, otra vez el toro... Hoy un extremeño de Torrejoncillo ha abierto la puerta grande, se llama Emilio de Justo... Al verlo a hombros me pregunto qué cosa es vivir... Vivir es morir con las entradas para los próximos sanfermines en el cajón de la mesilla de noche. Así dicen que murió Hemingway... Será mentira. O no.

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