Catovi que te vi

Cáceres tiene playa y no hay que irse a La Antilla

La manía de los cacereños de dar la espalda a las tradiciones les obliga a rascarse el bolsillo en los chiringuitos de Huelva

Una imagen del Zonche de los Villegas.

Una imagen del Zonche de los Villegas. / EL PERIÓDICO

Miguel Ángel Muñoz Rubio

Miguel Ángel Muñoz Rubio

Aprieta el calor en Cáceres y las piscinas municipales no abrirán hasta el 14 de junio, fecha a la que podemos llegar extenuados si el mercurio sigue en ascenso. Como en la ciudad hemos sido tan dados a dar la espalda a nuestra historia, muchos se han pirado a La Antilla. Seguramente ocurriría lo contrario si hubiera existido un mimo por la Ribera del Marco y, en ese caso, habríamos evitado el éxodo, y con ello, mantener al público en la feria y dejar que los cacereños se rascaran el bolsillo en las casetas y no en los chiringuitos de Huelva.

En la Ribera podrían levantarse olmedas junto al arroyo, a las que los vecinos acudirían sin dudarlo con su almuerzo los domingos, o recuperar la piscina natural que hubo en Concejo o en la Fuente del Marco y en cuyas aguas limpias y cristalinas los vecinos de los años 50 se bañaban en los días calurosos de verano. Para ello no habría que quitar esos pozos sino trabajar en la limpieza de un área castigada por el abandono.

En el pasado, los cacereños de La Ribera vieron correr la aguas cristalinas en los años en que los hortelanos sembraban el trigo y la cebada. Ellos mimaban el cauce, las márgenes del río y cuidaban la tierra. Cuando se marcharon, las zarzas lo engulleron todo.

Los niños del Carrucho hicieron suya la Ribera cuando muchos la llamaban ‘El regato de la Plata’. Eran de plata sus colores, cruzaba por ella la Ruta de la Plata, eran de plata los días, de plata las aguas, de plata el cauce, árboles que tocaban el cielo de plata cuando el aire venía del este como un regalo envuelto en celofán.

Y allí, entre esos niños, estaban José Antonio Ayuso y sus amigos, Luis Corrales, el otro Luis, Nicasio, Lito... Juntos jugaban, pero lo que se dice jugar, y no lo que se hace ahora a golpe de pantalla. Ellos jugaban a los barcos. Los construían con sus manos, unos de corcho, otros de ramas de los árboles, algunos de papel.

Cuando terminaban de ser construidos los lanzaban a navegar. Buques, trasatlánticos, desde la popa, desde la proa, a golpe de timón... Partían del puerto del Carrucho y recorrían mar adentro la Ribera, pasaban por el Espiri; entonces sus pies descalzos salían del cauce, se colaban de nuevo en los zapatos y desde el puente veían desfilar sus embarcaciones en medio de gritos y carcajadas; de aquella algarabía que protagonizaba una lucha titánica por ganar la carrera.

Los barcos corrían aguas abajo y ellos detrás, cruzando huertas hasta llegar a Fuente Fría, donde siempre arribaban las embarcaciones. Allí, detrás del antiguo monasterio de San Francisco, era obligado beber a bocajarro el agua clara, de calidad infinita, que se consideraba especialmente beneficiosa para los cálculos en el riñón, para cocer los garbanzos y para regar las huertas.

El zonche

Y luego estaba el zonche de Cáceres, obra de Alfredo Villegas, un hombre que nació en Madrid y que se casó pasados los 40 con María Cataraín Elorza, una vasca por los cuatro costados, y tuvieron un único hijo: Luis. La familia llegó a Cáceres porque a Alfredo lo destinaron como administrador del patrimonio agrario de los duques de Fernán Núñez, que tenía más de 30.000 hectáreas y era entonces el más extenso de toda la provincia.

Villegas vivía en el palacio de las Veletas, un edificio que era propiedad de la duquesa y que luego cedió a la administración para que albergara un museo. Así que el pequeño Luis muchas veces se bañaba en aquel aljibe que aún hoy sigue siendo admiración de cuantos turistas visitan nuestra ciudad.

Alfredo se relacionaba con la élite intelectual y se convirtió en un hombre influyente que acabó siendo designado diputado a Cortes, cargo desde el que participó en la gestación del puente sobre el río Alcántara, infraestructura que facilitó las comunicaciones en un tramo que hasta entonces debía cruzarse en barcazas.

Por su trabajo y su pasión por la naturaleza, tenía Alfredo trato distendido con los hortelanos, a muchos de ellos enseñó tipos de cultivo y llegó a editar un libro de hierbas que hoy, un siglo después de su publicación, sigue siendo muy cotizado puesto que en él están recogidas todas las fincas del término municipal de Cáceres, sus posibilidades de agua, los riachuelos que las cruzan, los derechos de suelo, los derechos de vuelo, las particiones, amén de las fanegas de marco real y marco provincial y sus equivalencias con el sistema métrico.

La ilusión de Alfredo Villegas era tener una finca, así que cuando reunió el dinero necesario se hizo con una en las Vegas del Mocho. En aquel tiempo muchas fincas se abastecían del agua de la Ribera, pero la propiedad que había comprado estaba fuera del Marco y todo apuntaba a que en ella sería difícil encontrar un preciado manantial.

Sin embargo, el pertinaz Alfredo no cejaba en el intento. Excavó y, contra todo pronóstico, halló un venero que recibía agua del Paseo Alto en lo que todos creían un secarral. Se hizo el milagro y aquella fontana permitió almacenar el agua en lo que los cacereños dieron en llamar el Zonche de los Villegas. Un zonche no es más que un agujero grande que se hace en la tierra, una especie de alberca que, en ese caso, tenía las siguientes dimensiones: 20x10x1,60, y una capacidad para 320 metros cúbicos de agua, además de sus correspondientes salidas para las distintas zonas de riego de una finca en la que Villegas plantó arbolado e hizo innumerables prácticas de semillas selectas dada su vocación investigadora.

Cuando Luis, el hijo de Alfredo, se quedó con la tierra, amplió el caudal a unos 220 metros cúbicos día mediante una perforación artesiana. El pozo jamás se secó y tanta agua tenía que un año de grandes sequías sirvió para abastecer incluso a la cárcel.

El Zonche de los Villegas, situado donde ahora está el residencial Las Candelas, frente a la gasolinera Temis, y con agua perfectamente potable, fue en realidad, la primera piscina que tuvo Cáceres. Tanto es así que cuentan que después de la guerra se convirtió en piscina pública y los cacereños acudían en masa a bañarse al precio de 1 real. Nada de eso queda hoy. Toca irse a La Antilla o esperar a que el ayuntamiento nos abra las piscinas. Una lástima. 

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